Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Autoritarismo sin autoridad

Escribe Alberto Asseff

La sexta acepción de “autoridad” que nos da el diccionario de la Real Academia es “crédito y fe que, por su mérito y fama, se da a una persona o cosa en determinada materia”. A su turno, de “autoritarismo” dice que es el “sistema fundado en la sumisión incondicional a la autoridad”.

Surge evidente, por lo tanto, que autoridad y autoritarismo se componen de elementos contrastantes.

Una no lleva al otro, sino que es su degeneración.

Si hacemos la disección de estos conceptos, se podrá comprobarlo claramente. La autoridad deviene del mérito que sustenta el crédito y la confianza. El autoritarismo, en cambio, nace de la sumisión.

La autoridad se posee y ejerce sobre personas libres que reconocen los buenos antecedentes y esfuerzos de una o varias de ellas y por eso aceptan natural y hasta espontáneamente ser guiadas u orientadas.

En las antípodas, el autoritarismo es un “sistema” –es decir una construcción deliberada– que subordina a las personas, que las somete.

Les cercena uno de los atributos fundamentales de la civilización, esto es, la libertad.

El autoritarismo está disociado del mérito. Es prohijado, por el contrario, por dos males muy conocidos entre nosotros: la mal llamada ‘viveza’ y la perversa codicia.

La primera implica todas esas desviaciones que son el oportunismo, el arribismo, “cortar” las cabezas que se interpongan en el camino ascendente, hacer zancadillas y otras tropelías para despejarse la ruta, ser definitivamente desleal y egocéntrico.

Es un mando duro, que está cimentado por la combinación del encandilamiento que enceguece y el temor que intimida.

La autoridad se forja sin artilugios ni infidencias. Se va elaborando por el trabajo y la confiabilidad.

No se monta contra otros, sino a partir de los otros. Es un mando suave y estructurado sobre el consenso.

Nadie tiene miedo a la autoridad porque sabe que su objetivo es benéfico y equitativo.

La autoridad es ambiciosa, pero nunca es codiciosa. Ambiciona cosas grandes para todos los guiados, no para sí misma.

El autoritarismo se origina en el individualismo exacerbado, la inepcia para formar equipos, para deliberar seriamente con los pares.

El autoritario es incapaz de oír. Se escucha a sí mismo y solamente dialoga con su almohada o la llamada “mesa chica”, un eufemismo que encierra la exclusión de prácticamente todos los demás.

El autoritario, en rigor, es soberbio. Para él el principio vertebral de la Constitución –la igualdad ante la ley– es la frase más hueca, vacía y muerta de toda la norma suprema.

El autoritario cree estar por sobre la norma. Es el símbolo de la anormalidad. Consecuentemente, todo lo que desparrama desde su engreída cumbre es anomia.

El autoritarismo desarregla y devasta. En su ejecución arrasa con instituciones, leyes, convivencia, y sobre todo con los valores morales.

El autoritarismo es irresponsable porque parado allá en lo alto él no siente la necesidad de dar respuestas. Solamente está para dar órdenes, generalmente arbitrarias y ¡guay de quien desacate!

La autoridad busca con empeño la cooperación, la asociatividad, la sinergia. Sueña con los equipos y la interactuación. Solamente es primus inter pares, sin altivez, con humildad. No ordena, sino que guía.

En última instancia, su resolución es el resultado de una elaboración del conjunto.

La autoridad arbitra, pero sin arbitrariedad ¿Cómo es esto? Su decisión no es producto de su voluntad, sino de la interpretación de la aspiración colectiva, contemplando –a partir de escuchar– la diversidad de intereses y teniendo en mira el bien general.

Por supuesto que hilando fino el deslinde entre autoridad y autoritarismo se vuelve estrecho y hasta sutil. Sin embargo, es sencillo distinguirlos. En aquella, el aire se respira con mucho oxígeno y el ambiente es totalmente saludable y esperanzador.

La iniciativa libre de cada uno de los miembros de la sociedad está alentada. Hay alicientes para creer que el futuro será mejor.

En el autoritarismo, el clima se enrarece hasta dificultar la respiración y el organismo social se enferma.

Nadie confía en el que está a su lado, máxime si –tal como acontece en estos días acá en nuestro país – estalla la peor de todas las guerras, la de los espías.

La autoridad es absolutamente compatible con el régimen republicano y democrático. El autoritarismo es letal para ambos.

Vamos para los 32 años de la restauración de la democracia y en nuestro seno –y en las entrañas del sistema constitucional– crece una asechanza monstruosa. Se llama la tendencia autoritaria que imbrica a los gobernantes, pero también a muchos aspirantes a serlo.

La autoridad es sinérgica. El autoritarismo es personalista. La diferencia es abismal.

Estas reflexiones intentan plantear un ruego: busquemos la autoridad, huyamos del autoritarismo.

Con autoridad tendremos éxito. Con autoritarismo continuará nuestra frustración nacional.

Con autoridad, el rico país que poseemos distribuirá prosperidad.

Con autoritarismo, en cambio, seguiremos siendo el contraejemplo de toda lógica: bien dotados de todo, nos va faltando casi todo, y especialmente las ilusiones.