Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Contra la mala política

Escribe Alberto Asseff

Estamos atemorizados, pero mucho más humillados. El miedo es circunstancial. La humillación, en cambio, tiene raíces más profundas. Nos humilla que nuestro país no pueda enderezar una causa penal a pesar de los casi 21 años transcurridos, como es la del terrorismo que sufrió la AMIA. Nos arroba que se siembren pistas falsas como si nada, que se hable con desembozo de “responsabilizar a los fachos locales”, confesando que esos minúsculos grupúsculos son funcionales y serviciales para lo que convenga al gobierno de turno en el momento que crea necesario.

Nos apichona que tengamos tanta inconsistencia que un fiscal supercustodiado esté casi doce horas muerto en su departamento y quienes velaban por su integridad física sólo atinen –cuatro horas después de notar una irregularidad– a buscar a la madre y, doce horas después, a su cerrajero ¿Qué protocolo arcaico tiene la policía? ¿Nadie ha pensado en actualizarlo?

Nos abruma que el primero en arribar a la escena de hecho fuese el Secretario de Seguridad, es decir, el jefe de los custodios tan poco profesionales. ¿No debieron llegar antes el juez y el fiscal?

Nos abochorna que el Poder Legislativo –uno de los tres de nuestra República– esté literalmente cerrado en enero. ¿Cómo es posible, republicanamente hablando, que el poder que controla esté inactivo durante todo un mes, extensible al siguiente? ¿Por qué al reformarse la Constitución en 1994, presuntamente para modernizarla y democratizarla, no se incluyó la cláusula elemental de que el Congreso puede autoconvocarse por el pedido de un tercio de sus miembros?

Nos anonada que el Servicio de Inteligencia sea un infierno, un nido de chantajes, intrigas, internas, carpetazos, escraches, piqueteros robóticos -los mandan a hacer y deshacer cual autómatas-, diplomacia paralela -¡pobre diplomacia en manos de patanes!–, violencia y tantas otras bajezas e inmundicias. Todo este dramático cuadro ante la impotencia del Ejecutivo Nacional, del cual la SI se ha exorbitado.

Nos abate que la institucionalidad del país sea ostensiblemente frágil, al borde de su inexistencia. Es uno de los más nefastos vaciamientos que sufrimos.

Nos deprime que nadie vele por el prestigio de la Argentina, vapuleada por los hechos que hieren nuestra sensibilidad, pero agravada por la ventilación de pormenores que desacreditan al país entero. No se trata de ocultar, sino de ser prudentes. Parece que nadie nos enseñó y por ende nunca aprendimos qué es eso de ‘intereses nacionales’. Lo azotamos al país impíamente, en una suerte de autolaceración.

Nos avergüenza que la primera magistrada, abusadora serial de las cadenas nacionales, en un caso que conmovió a la nación, no haya tomado el atril y dado palabras de mesura y tranquilidad.

Nos postra que, perteneciendo a un país promisorio, cada día se nos estreche más el horizonte, como si el océano deviniera en laguna y las pampas anchurosas en minúsculas chacras. Un pueblo creativo y emprendedor se ve compelido a la desilusión y, peor, a la desesperanza. Un país riquísimo con 27% de pobreza ¡Inconcebible! ¡Inexcusable!

Debemos impedir que esta humillación se naturalice. Sano orgullo de pertenencia, eso es lo que necesitamos, como el oxígeno. Para ello, la mala política debe ceder paso y lugar a la buena. Empero, ¿dónde se halla esta política virtuosa? No se ‘halla’, sino que se construye, y no es sencillo hacerla.

Con la conciencia colectiva cada día más despierta, será menos compleja la labor. Tiene una clave: participar y, sobre todo, mucho y buen control cívico.