Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Para entender el cambio

Escribe Nidia Burstein

El resultado de las elecciones legislativas del 22 de octubre admite dos lecturas: la primera de ellas nos remite al número de bancas logradas por las fuerzas políticas. En este caso, se destaca el amplio apoyo a la gestión del presidente Macri en casi todo el país, aun en provincias de arraigada tradición peronista.

La segunda lectura nos lleva por un camino más complejo aunque fructífero: indagar la índole del cambio cultural que se estaría produciendo. Como exponía con lucidez Max Weber, “la construcción conceptual de la sociología encuentra su material paradigmático en las realidades de la acción consideradas también importantes desde el punto de vista de la historia”.

La pregunta que hilvana estas consideraciones es si la opción mayoritaria por Cambiemos se asienta sólo en el repudio a los desatinos cometidos por el gobierno anterior y a la equívoca e hipócrita campaña de la expresidenta o si se erige sobre un cambio más profundo en la matriz conceptual con la que nos representamos la política, la economía y a nosotros mismos.

En la extensa historia política de nuestro país la tradición liberal republicana y la tradición nacionalista (a la que el eximio profesor Loris Zanatta agrega la condición de “católica”) se han enfrentado por la imposición tanto de una visión del país y del mundo como de un tipo de ejercicio del poder. A partir de 1945, el peronismo ofreció una amalgama compleja de ideas de signo diverso a la vez que una pragmática de ejercicio del poder que le permitió cooptar las voluntades mayoritarias. En los interregnos en que no gobernó, su capacidad de presión y sus ideas permearon la vida política.

Entre 1945 y el presente, la sociedad argentina y el mundo en general se han visto profundamente transformados. Si la marcha peronista destacaba el culto al “gran trabajador” y enfatizaba la expresión “combatiendo al capital” como ejes articuladores de la vida social y política, hoy, tales ideas estallan y se disuelven como arcaicas brumas del pasado.

Las transformaciones aludidas, sembradas en todos los campos de la actividad humana, han dado lugar a una nueva clase de actores sociales: ya no se acepta el culto al líder, se requiere autonomía para diseñar las vidas, las fuentes de información moldean ciudadanos más libres, el Estado se ve obligado a reformularse, aparecen nuevos riesgos e incertidumbres, el paisaje se llena de asociaciones civiles y la pobreza y la falta de educación se aprecian colectivamente como fracasos. Más que combatir el capital, las sociedades que aspiran a mejorar continuamente sus niveles de vida producen varias clases de “capital”: no sólo económico, sino también el más importante de ellos, el capital cultural. Es ese capital el que acrecienta los niveles de bienestar ya que es a través de la educación de calidad que los empleos proveen a los individuos de estrategias más sólidas para conducir sus vidas.

La sociedad argentina soporta, y a la vez ha aprendido, de las frustraciones y crisis a las que fue sometida. Las inestabilidades de distinta índole que hemos enfrentado contribuyeron a reforzar “la viveza criolla”, las “ventajitas”. Signos inequívocos de una profunda anomia.

Otro gran aprendizaje colectivo se refiere al problema de la pobreza. En los últimos años, particularmente, se revela que el discurso sobre las políticas públicas para disminuirla estaba reñido con la realidad y con los resultados. Al respecto, se va imponiendo la idea de la expansión de la economía como el requisito primordial para iniciar un proceso consistente de reducción de las desigualdades, junto a la capacitación, la terminalidad de los estudios y nuevos incentivos en el mundo del trabajo.

Sobre la base de todas estas experiencias las demandas ciudadanas a la política comenzaron a cambiar sostenidamente. Las claves del cambio actual se encuentran entonces en una sinergia positiva entre los ofrecimientos del elenco gobernante sobre la economía y la sociedad y las expectativas de esta última. Dicho en otras palabras: varios analistas referían poco tiempo atrás, que el voto (en las elecciones primarias y en las elecciones generales) era un “voto político” menos influido por la situación económica personal que por la comprensión de la situación crítica en que había quedado el país. Esta novedad, es una gran novedad desde el punto de vista de los cambios culturales. Las experiencias colectivas antes referidas seguramente han obrado como impulsoras de una nueva concepción sobre todas las dimensiones sociales que requieren reformas. Así, nuestras tendencias hacia el corto plazo, la ansiedad por resoluciones rápidas aunque efímeras, puede estar dando paso a una más madura actitud para enfrentar los desafíos.

Desde 2015, nuevas palabras se escucharon en la conversación pública: esfuerzo y responsabilidad individual junto al esfuerzo colectivo, la verdad en las cuentas públicas, en los índices de pobreza o los índices de inflación. Como se fueron corroborando las palabras con los hechos, una ciudadanía tradicionalmente desconfiada y alerta pasó a calibrar las propuestas con una perspectiva esperanzada.

Nada está escrito de una vez y para siempre en la historia de ninguna sociedad. La apuesta es fuerte. Pero consolidar un país moderno, capaz de adaptarse a los cambios globales, valiente para modificar los mecanismos y las prácticas que nos mantenían sin crecimiento económico y con altos porcentajes de pobreza, valiente también para inventar una educación acorde a los desafíos de un mundo cambiante resultaría imposible si no se erige sobre un cambio profundo de nuestras tradicionales y ya obsoletas concepciones políticas, económicas y sociales.