Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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Un joven de Burato salva refugiados en Europa: "El miedo es lo que nos mantiene vivos"

Federico Pérez Campanelli también participó como voluntario de Cruz Roja y Cascos Blancos.
Fotos: Proactiva Open Arms

Por Maximiliano Buss / mbuss@lanueva.com 

   La primera vez que los vio en el mar pensó que se acercaban en una balsa naranja.

   Ese gomón negro flotaba tan poco que solo los chalecos salvavidas se asomaban entre las olas del mar Egeo.

   Era una noche de invierno.

   Las luces del barco que chocaban con la bruma no le dejaban ver cuántas personas había encima. Lo único que sabía gracias a su radar era que estaban a menos de 100 metros.

   —¡Annajda, annajda! —les gritaban desde el gomón.

   Ninguno de los rescatistas pudo descifrar esas palabras en árabe, pero entendieron muy bien las miradas penetrantes de aquellas 50 personas que ya no eran un punto silencioso en el radar y pedían ayuda con desesperación.

   —¡Welcome to Europe! —les contestó Federico con una sonrisa, mientras saludaba con una mano y se tocaba el pecho con la otra.

   Mirabel (24 años) marchó de Nigeria huyendo de grupos armados que buscaban mujeres suicidas. En Libia trabajó para irse a Europa. La golpearon, la violaron y quedó embarazada antes de partir.

   Omar (38 años) contó que los africanos están sufriendo mucho en Libia. “Yo prefiero vivir en el mar antes que volver. Si la policía de mi país me captura, sería peor que morir”, dijo.

   Dumbia (16 años) iba junto a sus tres hermanos de 15, 13 y 7 años. "Huimos porque nuestro padre nos quería mutilar los genitales", contó.

   Akun (27 años) viajaba con un bebé de 10 días. Su amiga, madre del nene, murió durante el parto en la costa.

   Mirabel, Omar, Dumbia y Akun integran la lista de los miles de nigerianos, sirios, indios, iraquíes, egipcios, vietnamitas, pakistaníes e iraníes que todos los días se largan al mar para escapar de los ataques terroristas, las violaciones, el hambre y las pestes de su país.

   Open Arms (brazos abiertos, en inglés) es una organización no gubernamental que tiene la misión de rescatarlos. Nació en 2015, con miembros de una empresa de socorrismo con mucha experiencia en las costas españolas.

   "Todo empezó con unas fotos que aparecieron en redes sociales de cuatro nenes ahogados en una playa. Pensamos: si nosotros nos dedicamos a salvar vidas en nuestras playas, ¿por qué allá se están muriendo y no estamos haciendo nada?”, recuerda Federico Pérez Campanelli, un buratovichense de 27 años que integra el equipo de rescate. 

   “Fuimos al mar Egeo con los recursos que teníamos, que no eran muchos en ese momento pero teníamos voluntad. Tenemos voluntad. Por esto no cobramos y tranquilamente podríamos quedarnos en casa, pero no", dice.

—¿Quiénes son los refugiados?

Son personas que perdieron su lugar en el mundo. Están solos. No tienen su casa ni su ropa ni sus familias. En ese primer momento es difícil saber cómo se llaman, de dónde vienen o por qué escapan. Lo que sí sabemos que en general las personas que cruzan no son de clase muy baja porque los traficantes que organizan los viajes les cobran mucho dinero.

   Según Open Arms, durante los 3 primeros meses de 2016, la isla griega Lesbos fue la principal vía de entrada de los más de 150.000 refugiados que llegaron a Europa.

   Esto se debe a que la vigilancia en las fronteras de Turquía está aumentando y a los migrantes no les queda más opción que emprender un viaje por mar.

   Los botes empiezan la travesía en el canal norte de Turquía. Hay unos 9 kilómetros y el tiempo de navegación, si las condiciones del tiempo fueran óptimas, es de unos 30 minutos. Sin embargo, tardan el doble.

   “Las embarcaciones son precarias. Llegan unas 50 personas en botes preparados para 20, y las condiciones marítimas hacen que la flotabilidad se reduzca a niveles muy peligrosos”

   En sus primeras misiones le tocó ser navegante. Buscaba a las embarcaciones, medía la velocidad a la que viajaban, definía si llevaban pasajeros, registraba el lugar en el que encontraban las balsas y estaba a cargo de las comunicaciones que se generaban con la guardia costera o la policía.

   “Hacemos muchos kilómetros durante la noche, porque generalmente las personas intentan cruzar a Europa cuando la policía de Lesbos tiene menos posibilidad de verlos”, explica.

   En las costas norte de Libia, o la parte sur de Italia pasa lo mismo. “Más o menos uno sabe las rutas más frecuentes por donde transitan los inmigrantes. Puede pasar que durante cinco días la marea esté mala y no salga nadie, pero sabemos que al sexto día se largan sí o sí”, dice.

  “Nosotros encontramos a los inmigrantes gracias a distintos dispositivos. Puede ser desde un barco o desde la costa. Usamos binoculares con visión nocturna o radares”, dice.

—¿Cómo es el primer contacto con ellos?

—Lo que más me impacta es sus miradas de incertidumbre, miedo, estrés. Ellos no saben si vos sos un traficante o un policía. Por eso en un primer momento tratamos de llevarles tranquilidad.

—¿Y después?

—Lo primero que hacemos es estabilizar el bote e intentar desembarcar a los nenes. Algunos grupos mantienen la calma, pero otros entran en pánico y todos los tripulantes quieren dejar la embarcación a la vez, muchas veces pisando a los más chicos al intentar salir apurados.

—¿Te paralizaste alguna vez?

—Uno puede leer mucho sobre conducción o liderazgo, pero cuando uno está frente a frente con una persona es totalmente distinto. En el momento de actuar, me pasó en el Mar Egeo, se me vienen a la cabeza un montón de cosas que aprendí. No me paralicé, pero me tocó resolver una situación que involucró de la montaña al mar, todo”.

—¿Hasta qué punto te arriesgás?

—Siempre pongo un freno porque si no ya estaría muerto. El freno es el miedo. El miedo es lo que te hace seguir vivo y eso es vital. Ese freno lo aprieto en el último momento, ante una sensación que no la puedo explicar. Parece egoísta pero es esencial que como rescatista entienda que yo no puedo transformarme en una víctima más. Estoy ahí para evitar que haya víctimas.

   Una vez que los migrantes suben al barco de Open Arms, les dan de comer, los abrigan y los atienden en un minihospital.

   Tras una hora de viaje, cuando llegan a tierra, los llevan a los centros de refugiados establecidos por las Naciones Unidas.

   “En muchos casos hay lugares que tienen superada la capacidad de respuesta por la cantidad de gente”, dice.

—¿Los refugiados son conscientes de que la historia no termina ahí?

—No, de ninguna manera saben lo que les espera. Pero en muchos casos no les queda otra que venir. Cruzan o se mueren. Sin embargo, una vez que llegan se dan cuenta que la realidad es bastante cruda. De hecho, para arrancar, en algunos de los centros de refugiados, al haber tanta gente, se dan situaciones de violencia y de abuso.

—¿En algún momento alguien te dio las gracias?

—Sí, todos los que rescatamos. Cuando te dan la mano para subir al barco notás que quieren estar adentro tuyo. Como entiendo que con sus miradas me piden ayuda, entiendo que con ese apretón me dan las gracias.

   Federico trabajó además con la Cruz Roja de Mendoza en el 2008 como voluntario en tareas de prevención.

   Con Cascos Blancos estuvo a cargo de una misión de búsqueda en montaña. Fue en 2014, en Chile, cuando fue con un grupo de 8 personas para tratar de encontrar a un montañista argentino que se llamaba Laureano Santos.

   “Nos mandaron 74 días luego de su desaparición, cuando ya habían pasado 8 equipos. Solo pudimos dar con la zona donde después se encontró el cuerpo. Era demasiado tarde”

—¿Qué pasa en esos momentos en donde algo sale mal?

—Lo primero que uno busca es superar la frustración. Trabajamos mucho en equipo. Cuando algo sale mal hacemos un análisis de lo que pasó, vemos si nosotros cometimos algún error que se pudo haber evitado y evaluamos por qué ocurrió. Siempre tenemos a disposición un equipo de psicólogos para que si hay una muerte no nos perturbe las emociones.

—¿Qué opina tu familia?

—Para ellos fue difícil entenderlo. En Argentina la mayoría cree que esto pasa muy lejos y que te van a tirar bombas todo el tiempo, y si bien puede pasar, no es lo que sucede habitualmente. Cuando mis papás me mandaron a estudiar a Mendoza, me dieron la posibilidad de hacer lo que tenía ganas, por eso sé que a pesar del miedo en el fondo se sienten contentos.

—No te arrepentís...

—En su momento lo pensé muchísimo. Pero no me arrepiento para nada.

   Federico asegura que su trabajo lo rescató de la indiferencia. “Hay personas que tienen necesidades y no pueden ver más allá porque tienen hambre, sufren sed, están enfermas. Pero hay personas que tienen todo y no quieren salir de su mundo para ayudar. Y eso pasa en Lesbos, en Bahía o en Burato”, dice.

   “La indiferencia me molesta mucho, pero desde siempre. Me acuerdo que, cuando no estaba en Open Arms o en la Cruz Roja, juntaba ropa que no usaba y salía a repartirla en bici entre quienes más la necesitaban”, cuenta.

—¿Y hoy qué es lo que más te reconforta?

—Me da felicidad, justamente, seguir encontrando gente que se preocupa por lo que pasa y puede hacer algo para cambiarlo. Eso me da energía para seguir trabajando.

Se prepara para la próxima

   Federico cuenta que intenta levantarse temprano todas las mañanas, se alimenta bien y nunca deja de entrenarse.

    Es más: se fue de vacaciones a su pueblo, pero volvió a Europa un mes antes de lo previsto para capacitarse junto a un grupo especial con el que trabajará en las próximas operaciones de Open Arms.

—¿Cuándo volvés a la tarea de rescate?

—Todavía no tengo una fecha definida, pero seguramente sea en octubre. Tampoco sé si me tocará Lesbos o el Mediterráneo central. Tengo muchas ganas de ir.

   Él cree que lo que hace es un parche mínimo de una gran pileta agujereada, pero es todo lo que puede hacer.

   “La situación empeora. Muchos dirigentes de Europa tampoco hacen demasiado por los refugiados, aunque también entiendo que es una decisión difícil de manejar. Me reconforta que al menos nosotros desde la ONG estamos muy cerca de lo que pasa”, dice.

Cómo se formó

Del canal de su pueblo al mar Egeo

   Federico es nieto de inmigrante. Su abuelo nació en Castello (Italia) y se vino a la Argentina con 36 años en busca de posibilidades.

   “No sé por qué se fue, pero lloraba tanto que estoy seguro que hubiese querido quedarse allá. Como hoy miles de refugiados quieren quedarse en su país”, dice.

   Cuando cumplió 17 años Federico se fue a Mendoza para estudiar lo que de chico quería ser.

   “Y es difícil decir qué es lo que soy porque trabajo como guía de montaña en el Aconcagua, como guardavida en Barcelona, rescatista en el Egeo y ahora también estudiante de protección civil en emergencias”, explica.

   Sin embargo, en pocas palabras define que lo suyo es el trabajo en ambientes agrestes. Ya sea en el mar, la nieve, la montaña o la selva.

   “Toda mi vida me gustó mucho la actividad al aire libre. Iba a chiviar al campo, andaba por los techos de las casas del barrio y salía a chapalear barro cuando había tormenta”, recuerda.

   Cuando tenía 10 años entró a la organización Ecoclubes de su pueblo, en donde aprendió a cuidar al medioambiente, pero también a colaborar con quienes más lo necesitan. “Empezamos a trabajar en los barrios y ahí descubrí mi vocación de servicio”, dice.

   Federico pasaba sus vacaciones de invierno junto a su papá en Sierra de la Ventana y en el verano iba a Monte Hermoso. Siempre estaba entre las sierras o en el mar.

   En su adolescencia se anotó en el Centro de Educación Física porque quería aprender a nadar.

   “Los sábados a la mañana iba a dedo hasta Bahía para practicar en las piletas o me entrenaba en el canal de Burato. Me tiraba desde las vías del tren al sector en donde había más profundidad y correntada”, cuenta.

Cambio de ruta

Deportados. Tras un acuerdo de la Unión Europea, los refugiados que llegan a las islas del mar Egeo son deportados a Turquía.

Muertes. De esta manera se abren nuevas rutas mucho más largas y arriesgadas en el Mediterráneo central. Esa ruta es mucho más extensa (unos 500 kilómetros hasta Sicilia, Italia), por lo que el número de muertes aumenta.

En aumento. Desde el inicio de 2016, llegaron a las costas italianas unos 30.000 migrantes, un 9 % más que en el mismo periodo del año pasado.