Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Epecuén, a tres décadas de su hora más triste

Comienzan los actos conmemorativos de la desaparición de la villa turística.
Las ruinas muestran con elocuencia a qué límites puede llegar el poder destructivo del agua. En sí mismas, son un atractivo turístico fascinante.

Por Anahí González / agonzalez@lanueva.com

Un día como hoy, hace treinta años, el agua comenzó a quedarse con todo en Villa Epecuén. No solo tapó las casas, restaurantes, hoteles y negocios turísticos que habían nacido junto al lago, sino que arrasó con los sueños e ilusiones de miles de personas que amaban al balneario y lo habían elegido como sitio para vivir y crecer.

Lo de aquel noviembre de 1985 fue una de las tragedias más impactantes que alguna vez ocurrió en esta zona. No sólo por la magnitud del desastre -nada menos que la desaparición de un pueblo por inundación-, sino porque centenares de familias se quedaron sin nada o apenas con lo poco que pudieron rescatar, lo que desató una crisis social sin precedentes en la ciudad de Carhué y el distrito de Adolfo Alsina.

En homenaje a esas familias que hace tres décadas lo perdieron todo y tuvieron que empezar de nuevo, y también a quienes no pudieron hacerlo por su avanzada edad o porque quedaron paralizados por la tristeza, entre hoy y el sábado la comunidad carhuense realizará una serie de actividades conmemorativas.

Varias de ellas tendrán lugar en las ruinas salitrosas, esas mismas que, tras el retiro de las aguas, se han transformado en un atractivo que trasciende las fronteras del país.

El acto oficial será hoy, a las 19, en la villa. Se descubrirá un cartel y placas identificatorias en la Avenida de Mayo -en lo que alguna vez fue el centro de la atractiva y pintoresca Epecuén-, que tendrán como finalidad identificar a los alojamientos y comercios más recordados.

Nostalgia y pena

Rubén Besagonill, presidente de la Asociación de Hoteles, Termas, Residenciales y Afines de Carhué, reconoció ayer que esta semana será muy intensa, en lo sentimental, para los habitantes del lugar. “Para mí esta no es una fecha más”, confió a La Nueva, con voz entrecortada.

El veterano hotelero tenía 22 años cuando la villa quedó sepultada por las aguas del sistema de Las Encadenadas, cuyo último “pulmón” es la laguna Epecuén. En ese momento se había hecho cargo de varios emprendimientos familiares, entre ellos una carnicería, una fábrica de pastas, un restaurante y un hotel.

“Epecuén era un lugar de mucha alegría, de encuentro para mucha gente grande que venía a pasear y también para los jóvenes. No se sabía cuando era lunes o sábado, porque era una fiesta todo el tiempo. Vivir y trabajar ahí era la felicidad”, contó.

El recuerdo de tanta alegría contrasta con el de aquel fatídico 10 de noviembre de 1985, cuando, tras varios temporales de lluvia y viento, se rompió el terraplén de contención de las aguas que rodeaba a la villa y comenzó la inundación. En la memoria de Besagonill aún están las imágenes del agua invadiendo las calles, los 1.500 habitantes sacando todo de sus casas y comercios, la triste mudanza en camionetas y tractores, la llegada a Carhué sin nada, ni siquiera esperanza.

“Unos días antes de la inundación empezamos a desarmar el hotel con mi hermano -evocó-. Fuimos dejando todo para lo último, porque esperábamos que ocurriera un milagro, pero nunca llegó”.

“El sábado (10 de noviembre de 1985) me acosté como a la una de la mañana, en Carhué, y no podía dormir -continuó-. Escuchaba el viento del sur. Agarré la camioneta y me fui a Epecuén. Me acuerdo que desperté a mi viejo, pero no quiso ir. 'No quiero ver lo que está pasando', me dijo”.

El viento había arrojado un montón de piedras sobre el camino, así que le costó llegar. Cuando finalmente pudo, vio gente en las calles y algo que jamás olvidará: el reflejo de la luz de los relámpagos sobre la espuma del agua que ya estaba traspasando el terraplén. Fue el principio del fin.

Durante los cinco o seis años posteriores -confesó- tuvo un sueño recurrente.“Soñaba que iba a acondicionar el hotel y, mientras pintaba y decoraba las paredes, veía las marcas que había dejado el agua y decía '¡mirá, se fue el agua!”, recordó.

Hoy sabe que aquellos sueños fueron un imposible, una expresión de deseo que vivirá por siempre en su corazón y en el de tantos que siguen añorando el Epecuén de aquellos buenos años, más allá de que las ruinas y los árboles fantasmales los desmientan.