Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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El gran santuario de San José, en Montreal, sobre el monte Royal

En esta ciudad canadiense se mezcla la elegancia europea de su pasado franco-británico con estilos vanguardistas y culturas de unas 120 etnias.
El gran santuario de San José, en Montreal, sobre el monte Royal. Turismo. La Nueva. Bahía Blanca

Corina Canale

corinacanale@yahoo.com.ar

El imponente domo del Oratorio de San José, en Montreal, se recorta sobre el azul del cielo en el soleado mediodía de septiembre. Estamos llegando al santuario más importante del mundo dedicado a este santo, que es también lugar de peregrinaje de sus fieles devotos.

Para llegar a él, en lo alto de la ladera norte del Monte Royal, hay que subir escalinatas y atravesar terrazas. Desde allí se contemplan los largos Jardines del Camino de la Cruz, con sus prolijos canteros de flores de colores.

En el Oratorio hay una exposición permanente de 200 nacimientos, de 100 países, en honor del artesano carpintero que fue el marido de María, la madre de Jesús de Nazareth.

En este símbolo de la ciudad también se realizan conciertos de órgano y carillón, y se escucha al coro de los Pequeños Cantores del Mont-Royal.

La historia del santuario la escribió un hombre de fe inquebrantable, el Hermano André, nacido en 1845 en el pueblo de Saint-Grégoire como Alfred Bessette, quien siendo muy chico perdió a sus padres y fue separado de sus diez hermanos.

Frágil de salud pero de gran fortaleza espiritual, fue hojalatero, herrero, panadero y zapatero. Después, como muchos otros canadienses, emigró a los Estados Unidos y trabajó en fábricas textiles.

Nómade y solitario, siempre pensó que “las personas se preocupan por nada; no saben que en tiempos de necesidad su salvación vendrá de Dios”.

Tres años después de haber regresado a su país, en 1870, se presentó al noviciado de la Congregación de la Santa Cruz, una congregación religiosa católica que en 1837 había fundado en Le Mans el beato Basile-Antoine Marie Moreau.

Los frailes cuestionaron su salud, pero finalmente fue aceptado cuando apenas sabía escribir su nombre.

Fue así que de obrero se convirtió en novicio y adoptó el nombre de Hermano André.

Sin imaginar que desarrollaría una enorme tarea social, le asignaron la puerta del College Notre Dame, donde recibía a enfermos y desanimados y los instaba a rezar a San José.

Durante 25 años consoló y ayudó a los que llegaban a su pequeña oficina, o al galpón del tranvía que estaba cruzando la calle.

De sus palabras y consejos, y también del aceite de San José que les recetaba, surgió la fama de sus curaciones, científicamente inexplicables pero ciertas.

“Es Dios y San José quien cura, no soy yo”, repetía a sus seguidores, a quienes visitaba en sus domicilios y con quienes compartía penas y dolores. Era uno más.

Iba hacia los más necesitados en el carro de un amigo, lo que le valió el mote de “viejito callejero”, de parte de quienes no entendían su gran bondad.

Siempre negó ser un cura sanador, pidiéndoles a los enfermos que consultaran a los médicos.

Durante esos años un proyecto rondó su cabeza: la construcción de un oratorio, deseo que concretó en 1904 pero que muy pronto resultó pequeño.

Ese primer oratorio se amplió en 1908 y 1910, pero lo que necesitaba era una gran iglesia.

En 1917, el Hermano André levantó una cripta para 1.000 personas, agradeciéndole al santo cada día cuando rezaba a solas detrás del coro.

En 1931, la obra se paralizó hasta 1936, cuando las autoridades de la Congregación se reunieron para decidir su futuro. La llegada del invierno, y con él la nieve y el hielo, amenazaban la instalación del techo. El Hermano André, ya viejito, les dijo: “esta no es mi obra; es la suya. Pongan una imagen de él en el medio de la construcción. Si él quiere un techo sobre su cabeza, él proveerá uno”.

En dos meses la comunidad consiguió el dinero para techar lo que estaba destinado a ser el santuario más grande de San José.