Una joya de lo gótico

David Roldán

droldan@lanueva.com

Con una velocidad como pocas veces habíamos viajado, de pronto el tren comienza a suavizar su ritmo para detenerse definitivamente.

Habíamos llegado a Colonia, ciudad imperial y magnífica, como tantas otras, de Alemania.

Cargada de verdes y acariciada cariñosamente por el magestuoso río Rin, la autopista de muchos siglos atrás.

Son variadas las formas en que uno puede recorrer Colonia.

Una de ella es tomar uno de los rojos micros de dos pisos, al mejor estilo inglés, cargado de cristales que nos dejan ver en cualquier dirección.

Es el momento de la guía que, en español, nos va ilustrando sobre los lugares por los que transitamos.

A nuestro lado, bicicletas, porque también esta es una forma de hacer un tour por unos pocos euros, en un medio donde todos respetan a todos. Como debe ser.

No hay espacio en el que encontremos algo fuera del lugar previsto. Colonia representa también el orden propio de un país donde no se piensa en recordar las guerras sino en mirar el presente y caminar hacia el futuro. El destino final es la catedral. Majestuosa. Fascinante.

Nos convoca a levantar todas las miradas al cielo para ver sus fascinantes torres de casi 160 metros de altura que hacen un juego perfecto con el resto de la estructura que es una de las más acabadas muestras de la arquitectura gótica. Allí todo es armonía y silencio. Nos sumamos con nuestro respeto.