Bahía Blanca | Martes, 16 de abril

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Una lección de las moscas

Escribe Tomás I. González Pondal

Son muy pocos los insectos que, por lo general, gozan de alguna favorable aceptación por parte de la gente.

El caso de la deseada Vaquita de San Antonio es un ejemplo de esos, en tanto que, por alguna costumbre, es recibida como portadora de un buen presagio.

Las moscas, por el contrario, sufren como pocos bichos el desprecio, el rechazo; se las considera o asquerosas, o inoportunas, o molestas o todo eso junto. Es un animal que no se sabe bien cómo aparece, pero siempre por algún lado se las ingenia para irrumpir en las comidas, principalmente las desarrolladas en lugares de campo.

Vienen sin invitación, y se van comúnmente golpeando las puertas de la muerte.

Pero no imaginé, en contra de mi habitual rechazo hacia el volátil animalito, que en cierta oportunidad me iba a dejar una memorable enseñanza.

Caminando cierto día por la encantada Buenos Aires, alrededor de la hora del almuerzo, me introduje en un restaurante diseñado a la antigua, con paredes que dejaban ver los ladrillos y sus uniones con cemento.

Se trataba de un local muy cuidado, a la vez que concurrido, y, a causa del buen tiempo reinante, todas las ventanas se encontraban abiertas. Una vez puesta la comida frente a mí, dos moscas hicieron su paso a vuelo rasante, en el intento de trabar contacto con el alimento.

Pronto fueron ahuyentadas con mis manos, pero no de mi mente, pues me quedé con ellas para viajar lejos en el tiempo, al pasado.

Y entonces me trajeron a la memoria varios encuentros con seres queridos, encuentros desplegados en derredor de una mesa, donde se avivaba el afecto, se cultivaba la amistad, se tocaba algún tema profundo, o se llevaba a cabo algún pasatiempo.

Y allí también el entrometido díptero, jugaba desafiante a sortear los manotazos u objetos utilizados para espantarlo lejos.

Las moscas llevan y traen microbios adheridos a sus patas, lo que las torna peligrosas; pero en otro sentido, nos llevan a tiempos pretéritos o nos traen recuerdos, sumergiéndonos en el mundo de la nostalgia.

Bellamente sostuvo el poeta Antonio Machado, en una poesía que casualmente lleva por título “Las Moscas”: “Vosotras, amigas viejas, / me evocáis todas las cosas”.

El reconocido cineasta norteamericano Woody Allen, en una entrevista que se le hizo, afirmó que “la nostalgia es una trampa”, que es “una sustancia placentera, pegajosa, como la miel, en la que caés”.

Amén de que la figura no la encuentro acertada -en efecto, la miel nunca se la consideró una trampa para humanos-, la relación tampoco me resulta conveniente.

La miel es algo completamente dulce, no tiene una pizca de sabor amargo; por el contrario, la nostalgia es una combinación de sabor dulce y amargo, es, podríamos decir, agridulce.

Es verdad que si uno vive inmerso en el mundo de la nostalgia, puede caer en un pozo, y en un pozo acaso muy profundo; pero esa situación sería producto de no controlar debidamente el sentimiento, de darle rienda suelta y dejar que se desboque haciéndonos daño.

Sucede igualmente lo anterior con otros sentimientos. Hay determinadas circunstancias en donde airarse está bien.

Hay cierta ira que, controlada por la razón, es muy loable; pero, desde luego, si uno la deja fluir sin ningún tipo de moderación, la ira será por cierto digna de reproche.

Si veo que alguien está golpeando a una indefensa anciana para robarle, está bien enojarse con el agresor y salir en ayuda de la víctima.

Sería en verdad una falta total de racionalidad sostener que, como no hay que enojarse con nadie, dejar actuar al malviviente es lo mejor.

Quiero decir con todo esto que es falsa la afirmación lisa y llana que propone que la nostalgia es una celada. Propone de manera absoluta que estamos frente a un sentimiento dañino, lo cual es, lo reitero, algo errado.

Entre las lecciones arrojadas por la incontrastable simpleza de las moscas, está el hecho preciso de que no conducen hacia ninguna trampa. Son simples y alocadas, pero no ladinas.

En cambio, ciertas inteligencias, pueden presumir de un conocimiento que no poseen y afirmar cosas que no son. Y aquí sí hay trampas que quedan tendidas.