Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Cuento inglés: De caballeros y pendencieros

Era una tarde insoportable de verano, Mr. Chin gastaba los zapatos por el nuevo empedrado de la avenida Mandarin, su carro de varas había sufrido un inconveniente la noche anterior en el barrio de Northwest, donde las calles todavía eran de tierra y, después de las lluvias estivales, a veces las ruedas quedaban atascadas en el barro.

Mr. Chin tuvo la infeliz idea de salir solo por esos barrios oscuros y, si bien su infancia había transcurrido allí y no tenía miedo de cruzarse con patanes porque los conocía a todos, o casi, no estaba preparado para desenganchar las ruedas sin ayuda extra.

Más terco aún de lo que tenía de hosco, quiso salir solo del lodazal, pero únicamente consiguió ajar los rayos y sentir un profundo ardor en la cintura, por el que maldijo a su suerte, al infierno y a todos los hombres.

Terco, no aceptó el bastón de mango de plata que le acercó su mujer a la mañana siguiente, antes de salir de casa hacia el Consejo Vecinal. Lo hacía sentir viejo y, si bien estaba cerca, todavía no lo era.

Por la avenida Mandarin llegó al Consejo, del cual había conseguido ser parte en la pujante ciudad de Blackbird. Tenía fama de hombre rudo, muy trabajador, alguien que se había abierto camino a puro golpe de la vida.

Todavía le costaba adaptarse a las clásicas normas de la caballerosidad inglesa, a él, que nació en un suburbio y apenas con el oficio de cochero logró abrirse paso en un mundo de monóculos y relojes de bolsillo.

Chofer desde pequeño, a los 18 años pudo comprar su primer coche y, de a poco, logró montar un sistema de transporte para trasladar a las familias de las clases altas desde sus casonas hasta el Teatro de la Opera. No solo eso: también observó que podía aprovechar el tiempo muerto y llevar a varias personas sin relación entre sí, pero con destinos similares. Esa gente de menores recursos iría a precios más bajos que, sumados, igual daban una cifra nada despreciable.

Lo despreciable para él, esa mañana, era tener que dar explicaciones de su mal humor. Otro miembro del Consejo, Mr. Massher, lo cruzó en un pasillo para pedirle celeridad en la vista a un caso que debían resolver con urgencia, pues se trataba de un aumento en los impuestos al olmo de Siberia, el más empleado por la cochería.

En una ráfaga mental, Mr. Chin pensó en explicarle a Mr. Massher que lo estaba analizando, que entendía la razonabilidad del pedido, que quizás el aumento le parecía un poco exagerado, que él había sido cochero y conocía las necesidades de los trabajadores de su gremio y que esta decisión podría crearles inconvenientes, que necesitaba pensarlo más. Pensó en decirle otras justificaciones, para ganar tiempo.

Mr. Chin miró sin ninguna pasión a Mr. Massher. Estaba muy cerca de su alcance. Por instinto, descerrajó un puñetazo en su rostro. Nunca explicó por qué.