Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

El llamado del Papa por un niño

El pasado 7 de junio -en un episodio más de los varios que cada día soportaba el niño--, Leandro Sarli, de 33 años de edad, le destrozó el hígado de un golpe a su hijastro, Agustín Marrero, una inocente criatura de 5 años de edad, que ya había perdido algunos de sus dientes y mucho de su infancia en manos de este salvaje.

La madre del niño, Bárbara González, había sorteado algún inconveniente al momento de llevarlo al jardín de infantes, ya que al menos en tres ocasiones Leandro tenía marcas extrañas en su cuerpo, producto, según se encargó de explicar, “de caídas o circunstancias de juegos”.

En la más severa de las situaciones --al nene le faltaban unos dientes-- llevó un certificado odontológico.

Nunca la maestra, que es jardinera y no socióloga ni detective ni policía científica, sospechó que estaba ante un caso --muy bien encubierto por la madre-- de violencia familiar.

Leandro nunca contó nada, nunca se lo vio callado, retraído o triste. Era tan alegre y movedizo como cualquier otro chico de su edad.

Por eso, la noticia de su muerte como consecuencia de los golpes del padrastro sacudió a toda la comunidad educativa del establecimiento, que no podía creer lo ocurrido, que no se explicaba cómo nunca la madre refirió o insinuó el origen de marcas que ahora tomaban otro color, y no eran resultado de un juego sino de un daño mayor.

Lo singular del caso, que puso en pie a todos los maestros y directivos, es que el Gobierno porteño no tuvo mejor idea que separar de sus cargos a la maestra de la salita a la que concurría la víctima y a la directora del jardín, por considerar que no habían cumplido con su obligación de “alertar a los equipos de apoyo sobre la situación de violencia familiar”.

Pareciera ser que en lugar de asumir lo ocurrido como una luz de alerta para concluir que otras situaciones de este tipo se podrían estar registrando en ámbitos educativos y que quizá sea necesario modificar cierta estructura en las escuelas, con ojos especializados en ver ciertas cosas, en advertir algunos gestos, en medir ciertas palabras, se colocar el dedo acusador en una perinola.

La última semana de agosto, el Papa Francisco, desde El Vaticano, se comunicó por teléfono con la directora desplazada. No le dijo demasiado, salvo que rezaba por ella, pero sin dudas ese gesto puso muchas cosas en su lugar.