Bahía Blanca | Jueves, 28 de marzo

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Los misterios del Castillo de Egaña

En esta mansión de Rauch, hoy silenciosa, se dice que se escuchan lamentos. Nadie lo prueba. Fue el hobby de un aristócrata y su historia puede ser cierta, o leyenda.

Corina Canale

corinacanale@yahoo.com.ar

La caravana de ciclistas avanza por los senderos del bosque que rodean el Castillo San Francisco, también conocido como Castillo de Egaña, nombre de la parada de trenes que desde 1891 transitaban por estas tierras bonaerenses cercanas al Fuerte Independencia, actual ciudad de Tandil.

Esa comarca fue la que enamoró, en 1825, al general Eustoquio Díaz Vélez, quien levantó allí la Estancia Carmen, nombre de su esposa, Carmen Guerrero Obarrio, cuyo majestuoso casco fue un castillo ecléctico, sin estilo definido. Imperfectamente bello.

Aquel general nunca imaginó que más de un siglo después, en el 2010, un grupo de vecinos formaría la Comisión por la Recuperación del Castillo San Francisco, en las antiguas tierras de la Estancia El Carmen, para obtener fondos y mantener lo básico de la mansión y el parque, que fue obra de su nieto.

Por una pequeña suma, los domingos y feriados la Comisión organiza excursiones de senderismo y ofrece canchas de voley y fútbol, fogones y una parrilla de campo a buenos precios.

Cuando el viejo general murió, la estancia pasó a sus hijos Carmen, Manuela y Eustoquio (h). Éste último cedió otras propiedades y se quedó con la estancia, que luego heredaron sus hijos: el ingeniero Carlos y el arquitecto Eugenio.

En sus tierras Eugenio levantó la Estancia San Francisco con los mejores materiales y un exquisito mobiliario que traía de Buenos Aires y de Europa.

Surgió así una lujosa mansión rural, de 77 salones, 14 baños, 2 cocinas, taller de carpintería, galerías, miradores y terrazas.

El resultado fue un soberbio “castillo” en medio del campo argentino, una construcción romántica y el mejor escenario para el amor. También lo fue, --él no llegó a saberlo, pero muchos otros sí--, escenario de crímenes, intrigas y esperas inútiles.

Para Eugenio, desde 1918 a 1930, la construcción del castillo fue su pasión, el juguete en el que ponía y sacaba a su antojo.

Cuentan que el día de la inauguración, en 1956, con las mesas en el parque y los invitados de rigurosa etiqueta, el arquitecto, que venía de Buenos Aires, no llegó. La espera fue inútil. La muerte lo encontró en el camino y no lo dejó mostrar su obra.

María Eugenia, su hija, la única y desconsolada heredera, nunca más volvió. Hasta que en 1958, con la Reforma Agraria del entonces gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Oscar Alende, fue expropiado. Una versión afirma que su lujoso mobiliario fue subastado y otra que fue diezmado por extraños.

Al no adjudicársele un rápido destino, el deterioro hizo su trabajo, hasta que otro gobernador, Anselmo Marini, quiso convertirlo en un hogar granja, pero, vaya a saber por qué, terminó siendo un reformatorio para jóvenes. En esa etapa la tragedia volvió a sobrevolar sus muros, cuando uno de los internos quedó involucrado en un crimen. El Gobierno reubicó a los jóvenes y el castillo comenzó a ser una ruina.

Otra de las fantásticas historias que se cuentan sobre el Castillo de Egaña, habla de que los que campean sobre la gran obra de Don Eugenio son los espíritus de los indios Pampa, porque el hombre, según la historia, murió en “La Casa de los Leones”, su lujosa mansión de Barracas.