Bahía Blanca | Sabado, 20 de abril

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En Trafalgar se juega el destino de los mares

La monarquía española había sido sacudida por el triunfo de la revolución francesa de 1789. Aunque por naturaleza era reacia a “autorreformarse”, los reyes borbónicos como Carlos III habían intentado algunas adecuaciones.
En Trafalgar se juega el destino de los mares. Sociedad. La Nueva. Bahía Blanca

Ricardo de Titto

Especial para “La Nueva.”

Su sucesor Carlos IV, sin embargo, en lo fundamental, intentó cerrar el imperio al ingreso de nuevas ideas y nuevas mercancías generadas por a revolución industrial en curso. Impuso una fuerte censura para impedir que se propagaran las ideas revolucionarias pero tuvo poco éxito: iba contra la corriente y, para peor, París estaba demasiado cerca. La burguesía comercial y manufacturera de las ciudades periféricas, como Sevilla, Barcelona, Málaga, Cádiz, Bilbao y Valencia eran permeables a los cambios, que las favorecían. Madrid, la capital del aparato burocrático, con una fuerte presencia eclesiástica caracterizada por el ejercicio del derecho de patronazgo, era el centro de las posturas reaccionarias. A favor suyo jugaban las enormes distancias del imperio ultramarino: la noticia del estallido de la Revolución Francesa, por ejemplo, se conoció en Buenos Aires recién el 30 de marzo de 1793.

España mantenía una antigua y casi sistemática guerra contra Inglaterra que solo había observado un paréntesis pacífico entre 1793 y 1796. Esa puja le significaba una fuerte sangría económica. Mientras los embarques de metálico fueron suficientes, la Corona pudo hacer frente a la guerra; luego, debió otorgar concesiones a comerciantes americanos, que le permitieran sostener sus necesitadas arcas. En 1796 los británicos cerraron el puño: decretaron un bloqueo sobre Cádiz, el principal puerto español, que mantuvieron durante seis años. Al año siguiente, el rey Carlos IV autorizó el comercio de países neutrales con sus dominios en América.

Francia también mantenía un viejo conflicto con Inglaterra. Desde el triunfo de la revolución los enfrentamientos armados se habían multiplicado: no solo peleaban por conquistar mercados, Inglaterra quería poner freno al desarrollo de la revolución. Napoleón Bonaparte lideraba entretanto la conquista para los franceses de buena parte del continente (Alemania, Austria, Italia) y desafiaba al mariscal William Pitt, el primer ministro del rey inglés Jorge III, cerrando los puertos del continente al comercio inglés. Asociado con España, Napoleón organiza una flota para disputar el gobierno de los mares. Después de algunas escaramuzas en Galicia y de algunos errores tácticos de los franco-españoles que no avanzaron hacia Bretaña, el combate decisivo se produjo el 21 de octubre de 1805 frente al cabo de Trafalgar, en Cádiz.

Contra la opinión de los españoles, el vicealmirante francés Pierre Villeneuve atacó a la flota inglesa comandada por el almirante Horatio Nelson. Tras una encarnizada lucha, la victoria británica fue total, a pesar de que en ella murió el propio Nelson. España perdió su flota, Napoleón abandonó definitivamente la idea de invadir Inglaterra y el rey Jorge III y el mariscal Pitt consolidaron su dominio de los mares.

Godoy, Viscardo, Miranda

Con el océano Atlántico en incuestionada propiedad de los ingleses los planes de expansión del imperio británico tuvieron “rienda suelta”. Para su ejecución, que los llevaría poco después hasta Ciudad del Cabo y Buenos Aires, en los extremos meridionales de África y América y, en 1833 a las Islas Malvinas, recurrieron a una variedad de recursos. Desde el punto de vista diplomático y político, buscar apoyo en las sociedades americanas, fomentar la formación de logias independentistas, intrigar con espías y recabar información; desde el punto de vista comercial, bombardear los puertos con mercaderías que “aflojaran” las conciencias de los que se benefician con el comercio; desde lo militar, asegurar los recursos necesarios para triunfar, aspecto en el que se mostrarán un tanto superficiales. Los ritmos de cada una de estas operaciones son diferentes y el gobierno inglés debió encontrar un equilibrio entre la voracidad de los capitalistas y comerciantes y los tiempos políticos.

En este sentido, los británicos llevaban años elaborando planes y dando cabida a revolucionarios americanos que, como el jesuita Juan José Godoy, habían interesado a Londres en planes de emancipación del Río de la Plata y Chile, ya en 1781. Otro jesuita, nacido en Arequipa, Perú, y expulsado a Italia junto a muchos otros miembros de la Compañía de Jesús, también visitó la capital inglesa, en 1782 y redactó una serie de opúsculos políticos entre los cuales, el más notable es la Carta a los españoles americanos, de inspiración roussoniana, en la que denuncia los tres siglos de dominación hispánica y convoca a la lucha por la independencia. El Nuevo mundo “es nuestra patria [y] su historia es nuestra historia”, dice la carta que fue firmada por “Uno de sus Compatriotas”. El documento fue traducido y publicitado en 1801 por Francisco de Miranda. El héroe venezolano también llevó sus planes independentistas a Inglaterra, pero, además buscó apoyo en Francia, Rusia y Estados Unidos. Por cierto, la vida de “El Precursor” tuvo rasgos singulares, pero a la vez se distinguió como un consecuente luchador de la independencia americana.

Con los ojos en el sur

Las ideas de Godoy, Viscardo y, en particular, la insistencia de Miranda entroncan con viejos anhelos británicos. América es codiciada. El inmenso continente en el que los ingleses apenas tienen unos pocos territorios bajo su dominio político directo aparece como una fuente inagotable de materias primas para alimentar sus nuevas máquinas que, impulsadas a vapor, llenan de energía la revolución industrial. Por otro lado, el Nuevo Continente ofrece un gran mercado consumidor para sus manufacturas.

Uno de aquellos viejos proyectos que se desempolva es el que había planteado el comodoro Vernon, jefe de una de las escuadras que había atacado Cartagena, en la Colombia caribeña, en 1739, cuando, dos años después de aquel ataque escribió al Almirantazgo sobre “la necesidad para Gran Bretaña de propender a la emancipación de los establecimientos españoles en América, para abrir los mercados de éstos a los mercaderes de Londres”. Inglaterra exploraba todas las variantes que le permitieran multiplicar su comercio, ya fuera tramitando franquicias o practicando el contrabando con base de operaciones en Colonia del Sacramento. Lo cierto es que Buenos Aires y las costas rioplatenses estaban invadidas de elementos importados e ingresados por medios clandestinos aunque con la vista gorda de las autoridades virreinales. En 1796 hubo otra propuesta, la de Nicholas Vansittart, secretario del Tesoro inglés, que consistía en tomar Buenos Aires y de allí desarrollar una campaña hacia Santiago de Chile y El Callao, en el Perú, con una estrategia similar a la que realizará San Martín veinte años después. Thomas Naitland, en 1800, elaboró un plan parecido aunque más preciso en los detalles; mencionaba hasta la cantidad de hombres de infantería y caballería necesarios.

En agosto de 1803 Miranda conoció al marino sir Home Riggs Popham que se interiorizó de los planes del venezolano y que los reformulará en un plan propio para invadir el Río de la Plata, elevado en noviembre de ese mismo año y en otro, elaborado entre ambos en octubre de 1804. La aprobación del ministro Pitt se demoró y Miranda, con una buena suma de libras esterlinas, se lanzó por su cuenta. Partió desde Nueva York y, en 1805, desembarcó en Coro, pueblo de Venezuela famoso por la insurrección de indios, negros y mestizos de 1795, pero no logró adhesiones significativas y terminó en completo fracaso.

El Memorandum del comodoro Popham afirmaba: “El nervio y el espíritu que una tal empresa [una operación militar en algún punto de América del Sur] daría a este país, si triunfase, es incalculable. Las riquezas que produciría, los nuevos campos que abriría para nuestras manufacturas y navegación, tanto desde Europa y Tierra Firme como desde Asia al Pacífico, son igualmente incalculables”.

Los informes que desde Buenos Aires enviaba el espía James Burke, coincidentes y alentadores, entusiasmaron al gobierno inglés que, virtualmente, se “embarcó” en el proyecto de invasión al Río de la Plata. Lo creían una empresa relativamente sencilla. Había consenso de que la mejor forma de debilitar a Napoleón y sus aliados era atacando sus eslabones más débiles, atacando sus pies y no su cabeza, para decirlo en los términos elegidos hace años por los historiadores Floria y García Belsunce. Antes de dirigirse a Buenos Aires, la “llave de Sudamérica”, decidieron que Popham y su escuadra, fueran hacia el Cabo de Buena Esperanza, una posesión holandesa bajo el dominio de Napoleón que había ocupado los Países Bajos. Desde entonces Sudáfrica pasó ser colonia británica. No pasará lo mismo con la capital de la futura Argentina. Pero a esa historia, la gloriosa respuesta a los intentos de invasión inglesa, ya nos hemos referido en estas páginas…